(Estado Español) Desarrollo de un intento por justificar lo injustificable [Archivo Operación Piñata]

Escrito  parte del archivo sobre  la represión por parte del Estado Español contra anarquistas a través de la denominada Operación Piñata, donde se refelxiona a cerca de los procesos represivos anti-anarquistas, situandolos bajo sus contextos políticos, económicos y sociales y alejados de la lógica victimista. Retomado de Contramadriz con todo y presentación.


Extraemos, nuevamente de la publicación La Ira de Behelial, otro texto con motivo del reciente sobreseimiento de la causa contra lxs compañerxs detenidos en la Operación Piñata. Es el tercero de estos textos (El trasfondo de la solidaridad y Arquitectura, mitología, folclore y operaciones antiterroristas). En los próximos días iremos subiendo de diversas fuentes, mas análisis sobre el contexto represivo, las circunstancias y todo aquello cuanto rodeó estos últimos años a los golpes contra los entornos anarquistas de la península. Este texto en concreto realiza un seguimiento a las categorías legales con las que el aparato represivo del Estado ha ido encasillando a anarquistas y rebeldes en los últimos tiempos hasta la actualidad.


“Puesto que el número está del lado de los gobernados, la única opción de los gobernantes para seguir siéndolo es la opinión”

James Madison

El Estado, intrínsecamente, se constituye para ejercer el poder, y para ejercer el poder (pues el poder se ejerce y, como la historia no para de demostrar, tiene su propia lógica) es tarea obligada mantener el orden, con lo que el Estado se convierte en el garante de un orden; el orden, impuesto por el poder, el orden, necesario para que el poder exista. Hay diversas formas de mantener el orden pero las más eficientes suelen ser aquellas basadas en el palo y la zanahoria. Según esta filosofía para que la persona gobernada se porte bien, es decir se pliegue a los designios del poder y mantenga el orden, se le promete algo (generalmente material) que por supuesto nunca o muy pocas veces alcanzará, y cuando se porta mal se le castiga. Pero en las formas más sofisticadas de ejercicio del poder (y cabe recordar de nuevo que el poder se ejerce principalmente y de manera más elaborada y eficaz mediante la constitución de un estado), es decir, en los autodenominados estados de derecho: las democracias, pero también en muchas dictaduras, no sólo se mantiene el orden mediante un palo (con su zanahoria) sino que también se justifica el garrotazo al desobediente. Esto ocurre porque en estas formas algo más sofisticadas, el Estado se presenta a sí mismo como un simple arbitro y garante de la convivencia, pues como decía Madison, uno de los padres fundadores de los Estados Unidos de Norteamérica, los gobernantes frente a los gobernados sólo tienen en última instancia de su parte la opinión. Por este motivo el estado siempre tratará de justificar de alguna manera o de otra sus castigos, cual padre benévolo que azota a sus hijos, por su bien, para conducirles por el camino de la rectitud y que cuando les castiga sufre más dolor que los castigados por tener que recurrir a tan extrema medida. Se puede decir sin ambages que, a día de hoy (y esto es algo que se puede rastrear desde el pasado más reciente hasta nuestros días) el garrote más grueso que tiene el Estado, su látigo más acerado y mortífero es la ley antiterrorista. Pero ¿de dónde sale esta ley?

Tradicionalmente, desde los albores de la constitución de los primeros estados (de forma embrionaria, eso sí) hace más de siete mil años, el poder, instituido en aparato estatal para regir la sociedad, ha tenido y tiene dos tipos de enemigos: el enemigo externo, al que siempre trató como “bárbaros” o “invasores” y el enemigo interno, al que siempre etiquetó de “bandoleros”. En el siglo XIX el Estado se ha convertido ya en un estado liberal­burgués, democrático y representativo en lo político y plenamente capitalista en lo económico y a resultas de la industrialización, la misma que permitió impulsar y moldear el capitalismo liberal, el poder de la época hubo de enfrentarse a diversas revueltas y revoluciones obreras y al nacimiento de las grandes ideas revolucionarias y libertadoras del momento (y que más o menos aún perduran): el marxismo y el anarquismo. Para enfrentarse de manera más eficaz y sin que el mantenimiento del status quo supusiera una fractura muy grande de los principios humanistas y liberales que el establishment decía sostener e impulsar, se creó una legislación especial para tratar el tipo de delitos que podrían quebrar el orden y traer la pretendida emancipación y liberación de la humanidad de la explotación y opresión y de sus explotadores y opresores. Esa legislación daba un tratamiento especial a quienes la vulneraban, tanto jurídicamente como ante la opinión de las oprimidas, con un especial ahínco (más que en otras épocas) de denostación moral hacia el refractario. Pese a este tratamiento especial el estado seguía golpeando con su vara a quien violase la ley sin importarle el motivo de tal violación (generalmente la desigualdad material y la supervivencia) pero con una preocupación a parte y un seguimiento mayor hacia quienes combatían al Estado de manera clara y por motivos políticos. Al fin y al cabo un ladrón sólo pretendía sobrevivir mientras que un revolucionario o revolucionaria quería derrocar al régimen y a sus regentes. Surgen pues hace dos siglos las leyes especiales sistemáticas (siempre hubo alguna ley especial para afrontar problemas temporales concretos, en eso se basa la legislación) acompañadas del linchamiento mediático que van a suponer la referencia y guía de las posteriores y muy modernas leyes antiterroristas. Las primeras que podemos rastrear en el tiempo son las leyes contra los ludditas, un movimiento organizado muy heterogéneo que basaba su actividad en la destrucción de la maquinaría industrial de los capitalistas y en un rechazo de éste sistema económico, aunque por diversas motivaciones (ni todos eran revolucionarios ni todos estaban politizados). A partir de aquí y aun sin una etiqueta concreta para los refractarios, más allá de un manido “bandoleros” no siempre aplicable, entramos en el siglo XX donde la evolución es cualitativa y cuantitativamente mucho mayor.

En el siglo pasado lo que el poder pretende para combatir a sus opositores, en especial a los enemigos interiores, es desgajarlos del cuerpo social para tratar de aislarlos con el fin de que nadie se identifique con los refractarios y pueda simpatizar con ellos o emularlos. Para este fin les demoniza. El problema entonces pasa de ser “los obreros” o “el pueblo” a un grupúsculo sedicioso, misterioso y cruel que desde las últimas décadas decimonónicas empieza a ser catalogado como “los terroristas”. Este paso se da en especial a raíz de la derrota del movimiento obrero en la Comuna de París en 1871, cuando dicho movimiento revolucionario se da cuenta de que militarmente es derrotado una y otra vez, abriéndose paso poco a poco a una nueva etapa que, aunque con grandes convulsiones sociales, ya no es la de las grandes revoluciones (con la excepción histórica del periodo de entreguerras: la rusa en 1917, la alemana en 1918-1919, la coreana en 1929,… o la rara y tardía española de 1936) sino la de las acciones aisladas de la masa social con el fin de volver a conseguir despertarla para el intento definitivo

A partir de entonces y ya durante todo el siglo XX el Estado aplica la categoría de terrorista y toda una legislación de excepción a sus enemigos internos. Claro que las y los revolucionarios o el movimiento obrero no son para el Estado sus únicos enemigos. Según en qué épocas opositores de todo tipo, incluso los afectos al poder pero no al gobierno de turno, han sido y son perseguidos, catalogados de la nueva etiqueta. En el mismo siglo XX, el término terrorista tiene que convivir con el de subversivo o el de “banda armada” según el tipo de aparato estatal que tenga que enfrentarse a la subversión en ciernes. Generalmente las dictaduras, menos fashion, eran más partidarias de términos como “sediciosos” o “subversivos” y en sus legislaciones los delitos eran estos mismos o bien la pertenencia a “banda armada”. Las democracias, siempre con un toque más glam (no la española, por cierto, casposa y cazurra como pocas), se decantan más por “terrorista” y en su legislación vienen bien claras las palabras “terrorismo” u “organización terrorista”. En pleno siglo XXI esta tendencia ya está consolidada, en especial a partir de los atentados de 2001 en Estados Unidos, pues según las democracias ­ amparándose en auténticos actos de brutalidad indiscriminados contra la población cometidos por aprendices de Maquiavelo del autoritarismo religioso o revolucionario, o por orquestación estatal (cómo saberlo) ­, los nuevos enemigos internos del presente buscan sólo aterrorizar a la población pues en su delirio se oponen a la democracia (¿cómo osan?) la más perfecta de las formas de convivencia civilizada y no una simple y cutre forma de articular el Estado. La democracia convierte al Estado, aún más, en un ente totalitario envuelto en un ropaje de presunta libertad, pues no permite que nadie la cuestione, y para ello no sólo produce una animadversión total en la población hacia las refractarias y rebeldes con todo el enorme aparato mediático del que dispone, sino que elabora la correspondiente legislación especial.

A día de hoy, todo enemigo del Estado es un terrorista y esa es la legislación que se le aplica. Veamos cómo evoluciona. Por acotar un poco el asunto, vamos a ceñirnos al estado denominado España. Nos encontramos con que aquí existen diversas leyes antiterroristas desde finales del siglo XIX cuya diferencia más sustanciosa respecto de la legislación ordinaria residía en la especial dureza de las penas (que en la legislación general no eran ligeras, por cierto) y en que al “terrorista” le juzga un tribunal militar. En la segunda república es derogada esta disposición y abolida la pena de muerte pero se crea un tribunal de orden público para juzgar los delitos políticos y la huelgas y revueltas. Este tribunal es derogado por el frente popular en 1936 pero poco después estalla la guerra.

Las leyes de guerra rigen entre 1936 y 1953 (y rigen con toda la dureza que implica el término) y es en este año cuando se elabora la primera ley antiterrorista moderna en España. Franco siempre tan innovador. En esta ley no existía delito de terrorismo per se sino que existía el de “pertenencia a banda armada”. Para poder ser aplicado los requisitos eran, ser una banda (es decir, más de dos personas) y tener armas; como vemos los militares y las dictaduras van al grano. Pero el ligero toque oficioso para su aplicación (una banda de atracadores puede tener armas pero un atraco no necesariamente es una subversión del orden politico­social) era el contenido político que dicha banda tuviera. Si en esta época un grupo de 4 ” jóvenes rojos” repartía propaganda contra el régimen o lanzaba un cocktail molotov contra una comisaría de policía, por poner un ejemplo, y eran detenidas, además de la somanta de hostias que iban a recibir en el calabozo y de ser juzgadas por el renacido tribunal de orden público franquista (1962), no siempre iban a sufrir totalmente la ley antiterrorista y a ser condenados por el delito de “banda armada”. Esta ley es la que se mantendrá vigente, con modificaciones en los años setenta y en la democracia, hasta el año 1995, en que se creará el llamado código penal de la democracia (que hasta ahora se basaba en una reforma del código penal del año 1973).

Éste entra en vigor en 1996 y en él se añade al delito de “pertenencia a banda armada” el de “organización terrorista”, es decir que ya no hace falta que haya armas para que sea aplicada la ley antiterrorista, que por cierto, en plena democracia, es esencialmente más dura en general, salvo en el caso específico de que ya no hay pena de muerte, que la de la dictadura. Además este código admite por primera vez el delito de terrorismo individual, aunque al carecer de banda las penas son menores.

En 2001 esta ley es endurecida tras los atentados de las torres gemelas. Son los años en los que se aplica la doctrina, aun hoy vigente y perfectamente extrapolable y extrapolada, del “todo es ETA” y lo mismo se es terrorista por secuestrar a un industrial que por quemar un banco, romper los cristales de una ETT o editar un periódico que justifique o incluso no condene los actos anteriores. Lógicamente toda esta batería respondía algo tardíamente a las necesidades del Estado, algunas de las cuales eran frenar los últimos rescoldos de luchas obreras, cada vez más violentas (sobre todo en el periodo 1987­1994) en los últimos coletazos de la reconversión industrial (1981­-1997) y desactivar el conflicto vasco.

En 2010 asistiríamos a un nuevo código penal, aplicado en 2011, en el que la ley antiterrorista se aplica a quienes “alteraren de forma grave y reiterada la paz pública y buscaren subvertir el orden constitucional”, suponiendo una nueva vuelta de tuerca en cuanto a la aplicación y endurecimiento de las penas. Esto sucede en un contexto de cierta convulsión social como el periodo 2010­-2014.

Este periodo ha visto nacer el fenómeno 15 M y derivados con todas sus particularidades y consecuencias, para lo bueno (más bien poco) y para lo malo (más bien bastante, en todos los sentidos), enmarcado en una crisis y que se ha caracterizado por episodios de cierta violencia en la calle pero también de protestas pacíficas masivas, algunas tremendamente molestas. Ha sido también (y por ello) de un enorme descrédito democrático y económico y ha visto el decaimiento y cese de la actividad de ETA (lo que ha abierto nuevos escenarios). Es en estos momentos cuando surge un nuevo código penal que intenta enfrentarse a esos nuevos desafíos.

El código penal de 2015 es el de la ley mordaza pero también el de la nueva ley antiterrorista y el del pacto anti-yihadista (aplicable, claro está, a muchas otras realidades). Es una legislación en la que el policía es a la vez juez, jurado y verdugo para delitos no muy graves pero de claros tintes reivindicativos y políticos y en el que la ley antiterrorista contempla por primera vez que no sea necesaria la violencia para subvertir el orden constitucional y/o alterar reiterada y gravemente la paz pública, y en el que a una sola persona se le puede condenar como si en sí misma fuera toda una organización terrorista. Vemos claramente cómo, partiendo de un mismo concepto, la defensa del orden, el Estado a lo largo de la historia ha ido defendiéndose de sus enemigos, en especial de los internos, en especial de los rebeldes y revolucionarios, para seguir adelante sin oposición con su proyecto de dominación. Para ello adecua a los tiempos que corren todo su aparato punitivo y mediático porque ante todo ha de mantener el statu quo.

El poder ha de perpetuarse (regenerándose si es preciso o mordiendo hasta matar si fuera menester) y para ello si es necesario justifica lo injustificable. Así está el patio, amigos y amigas, pero eso sí, todo por nuestro bien y por la seguridad y armonía de nuestra pacífica y armoniosa convivencia, todo ello bien atadito, justificando, como hemos dicho más arriba, lo injustificable. Pero lo injustificable no son sus mentiras, ni su rigor en el castigo, ni siquiera la opresión, cuyo castigo a su rechazo tratan de excusar. Lo injustificable es que día tras día pocas levanten la voz y el puño contra tan infame entramado de explotación y engaño. Lo injustificable es que todo siga igual. Porque pese a que el garrote sea grueso y la zanahoria magra, pese a que existan un garrote y una zanahoria y una mano que las sostenga y nos marque el camino que hemos de seguir, obligados o engañados, la lucha sigue siendo el único camino. Y como decían los clásicos anarquistas “lo que la fuerza y la astucia han levantado, la fuerza y la astucia lo pueden destruir”.